Por William Castaño Marulanda
Rebusque, recreación y cultura
– Hermano ¿cuál me recomienda como para
este fin de semana?
– El
artista.
– ¿Y de qué trata?
– Es sobre un actor de cine mudo que se
queda sin trabajo cuando aparece el cine sonoro.
– ¡Uy! como aburrido ¿no?
– Pues si quiere llévese una comedia.
– A ver, ¿cuál?
– Nuestro
hermano idiota.
– Esa suena buena. ¿A cómo me la deja?
– Vale dos mil, pero puede llevar tres películas
en cinco.
– No, deme solo la del idiota.
– Listo.
Jairo toma un arrume de pequeños
paquetes cuadrados, mira el primero y lo pasa, mira el segundo y lo pasa, repite
el proceso varias veces hasta que, por fin, allí está, “El idiota, tome”. Le entrega
el paquetico cuadrado al hombre que sostiene en su mano extendida un billete de
dos mil pesos, Jairo recibe el dinero mientras el hombre abre su morral y deja
caer dentro la diversión del fin de semana.
“Estos manes siempre son así”, sentencia
Jairo, “Piden que uno les recomiende una película buena, y a penas se enteran
de que no salen viejas en bola, zombis, piratas, monstruos, o de que no hay
sangre a la lata, con descuartizado a bordo, pues le hacen el feo y ahí sí
preguntan por lo que vinieron a buscar, o se hacen los locos, como el de
ahorita”.
Jairo lleva cinco años rebuscándose el
sustento en los alrededores de una de las más importantes universidades del
país. Sus clientes son profesores, alumnos, empleados administrativos y de
servicios varios, también vecinos del barrio y algunos de los transeúntes que se
encuentran a su paso con el puesto de “Minutos, películas, juegos y programas”,
como reza el cartel de letras negras sobre fondo amarillo fluorescente que está
pegado a la mesa donde se exhiben estas mercancías.
Jairo forma parte de ese grupo de
colombianos, doce millones según el DANE, que se gana la vida de manera
“informal”, eufemismo para referirse a los desempleados que se ingenian, de las
más diversas maneras, negocios de todo tipo para sobrevivir.
Pero decir que Jairo es un trabajador
informal no es del todo cierto. Jairo es un rebuscador. Es decir, una persona
que no se encuentra en las filas de los empleados “formales”, léase:
trabajadores con un contrato a término fijo o indefinido, vinculados al sistema
de salud y de pensiones, que reciben, además de su salario, todas las prestaciones
de ley (cesantías, primas, auxilio de transporte, entre otras). Pero Jairo
tampoco engrosa las filas de los “trabajadores informales”, entiéndase:
personas que trabajan de manera independiente o que tienen un negocio con menos
de diez empleados, catalogados por el DANE como “cuenta propia”. No, Jairo está
en otro nivel. El de aquellos que no trabajan para nadie más que para sí mismos
y que no rinden cuentas a jefes ni a leyes, mucho menos a Hacienda, por eso no
pagan impuestos, no tienen permiso para sus negocios y tampoco se preocupan
mucho por esos detalles.
El rebusque y la legitimación de lo ilegal
“¿Y
para qué?, se pregunta Don Carlos, mientras con el cuidado de un artesano pela
una naranja. “¿Pagar impuestos para qué? ¿Para que la plata de uno se la
embolsillen los políticos? ¡Qué va!”.
Bajo la sombra que le proporciona un
enorme parasol pintado de líneas blancas y amarillas, Carlos Zambrano, 47 años,
alto, flaco, moreno, “excajero de varios bancos en Barranquilla, ‘La bella’,
Puerta de Oro de Colombia, ya ves”, se resguarda del sol canicular del mediodía
capitalino. Todos los días, de 6 de la mañana a 3 de la tarde, ubica en una de
las esquinas más concurridas del centro de Bogotá su carrito cargado con “juguito e’ naranja, sin azúcar, sólo vitamina
C”, una nevera de icopor llena de hielo, vasos desechables por doquier, un
enorme exprimidor metálico, un costal repleto de naranjas, tres jarras, y una
bolsa negra para la basura, donde acaba de arrojar la cáscara de la jugosa
fruta que ahora parte en dos y exprime a toda velocidad, para saciar la sed de los
clientes que, pacientes, esperan el elíxir que les refrescará la tarde y que a
Don Carlos le llenará el bolsillo con algunos pesos.
“Trabajé 18 años contando plata de otros,
eso es jodido. Y de un día pa’ otro se acabó el trabajo, ya ves. Ahí me puse a
rebuscar. Me fui a Cartagena dizque a vender planes turísticos en la playa,
pero eso no da. Entonces me puse a vender jugos. Magínate... En esas llevo ya 3
años”. Don Carlos llegó a Bogotá hace dos años y, al igual que Jairo, es un
rebuscador que trata de hacerle el quite a la pobreza por medio de su negocio,
que, aunque no es tan jugoso como se podría llegar a pensar, le deja lo
suficiente para pagar el arriendo y comer. “Pero rebuscarse es jodido, ya ves”,
dice, mientras de la nevera de icopor saca un cubito de hielo que pasa sobre su
sudorosa frente. Algunas gotas de agua inician un lento descenso por sus
sienes, llegan hasta sus mejillas y se pierden luego en los surcos de su enorme
sonrisa: “Hoy va a estar bueno el negocio. Ya ves”, sentencia.
Pero Don Carlos no es el único que
piensa que el dinero de los impuestos se va al bolsillo de los políticos. Pilar
Mendoza, magíster y doctora en sociología de la Escuela de Altos Estudios en
Ciencias Sociales de París, considera que la razón para que la percepción de la
mayoría de los colombianos sea como la de Don Carlos es que, “en Colombia,
prácticas como la corrupción y el clientelismo están presentes en todos los
niveles de la sociedad, además, son conocidas por todos, por eso cualquiera
siente que tiene el derecho legítimo de infringir las normas”. De este modo el
problema moral del rebusque no existe, pues es considerado una solución al
desempleo, así se legitima y se transforma en una materialización del derecho al
trabajo.
Esta
legitimación de lo ilegal permite explicar la permisividad social con
respecto a las actividades realizadas por los rebuscadores y por qué no se
juzga de manera negativa a los compradores de los bienes y servicios ofrecidos
por aquellos. No puede olvidarse que el rebusque, como toda actividad
económica, está conformado por dos elementos fundamentales: la oferta y la
demanda. Si la oferta de un producto es considerada ilegal, la demanda de dicho
producto también lo es. Ahora bien, en Colombia, ¿a quién se le ocurriría
judicializar a un estudiante que compre películas piratas en el puesto de
Jairo, o a un transeúnte que beba uno de los jugos de Don Carlos?
Rebuscadores, a mucho honor
Por la entrada de la droguería-miscelánea
“Farmacita”, cruza una mujer de unos 35 años cargando a un niño que parece la
versión en miniatura de un alpinista preparado para ascender el monte Everest. La
mujer se acerca al mostrador, el cual, deja ver tras su cristal: frascos,
pastillas, curas, bolsas de algodón, condones, llaveros, chicles, agujas,
relojes de pulsera, pinzas para el pelo, cepillos de dientes y encendedores.
– ¡Buenas!... ¡Buenas!–. Exclama la
mujer, apurada y en voz alta.
– ¡Buenas!–. Grita una voz masculina
desde el fondo del local. Un hombre vestido de bata blanca sale de entre los
anaqueles y se para tras el mostrador.
– Buenos días doña Ruth.
– Buenas doctor. ¿Cómo me le ha ido?
– Bien. Ahí vamos. Dígame.
– Dani está enfermito–. El hombre se
acerca al niño y pone dos de sus dedos en el cuello del pequeño.
– ¿Hace cuánto tiene fiebre?
– Hoy se levantó llorando. ¿Verdad, mi
amor?–. Pregunta la mujer al niño.
– Por ahora démosle Ibuprofeno–,
dictamina el hombre, – Pero si la fiebre no baja, llévelo al médico.
– ¿Será?
– El Ibuprofeno es muy bueno porque le
detiene la fiebre. Pero si no le baja llévelo a la EPS.
– Bueno doctor. Muchas gracias.
El hombre de la bata blanca no es
médico. “Aquí todos me dicen doctor, pero porque saben que soy abogado”,
explica. “Yo colaboro atendiendo la parte de la miscelánea. De la venta de
medicamentos se encarga mi hermano mayor que estudió farmacia, y mi mamá, que
es enfermera. De vez en cuando despacho aspirinas o Ibuprofeno, pero nada más.
Así ayudo a mi familia y gano una plata extra, que nunca sobra. Hay que
rebuscarse la plata, y este trabajo, como cualquier otro, es digno”.
La lucha por sobrevivir y poder hacerlo
de manera autónoma, enfrentándose a las circunstancias adversas, como la mala
remuneración o el desempleo, aumenta la dignidad del oficio de los rebuscadores.
“Este aspecto forma parte de la identidad colombiana”, indica Mendoza, “de esa ‘berraquera’,
de la cual se sienten tan orgullosos los colombianos, que no es otra cosa que
la tenacidad y el ingenio que demuestran, por lo general, para dar solución a
las dificultades. Esto es muy propio de la cultura colombiana, el honor, el ‘no
dejarse morir’, como dicen algunos. Este sentimiento de orgullo se expresa muy
claramente en frases como: Yo en vez de
regalarle mi tiempo y mi trabajo a un jefe que me explota, prefiero montar mi
negocio propio, ser independiente, que se escuchan muy frecuentemente en
boca de los rebuscadores, y que reflejan las tensiones sociales que a través de
la historia han estado presentes de manera muy fuerte en la sociedad
colombiana”.
Luis Eduardo Cañón Medina es abogado y
filósofo, egresado de la Universidad Nacional de Colombia. De 7 a 11 de la
mañana trabaja en la “Farmacita”, el negocio familiar. Luego almuerza y se va a
su oficina de abogado en Chapinero, la cual comparte con otros tres litigantes.
“La idea de trabajar juntos surgió cuando dos amigos decidieron iniciar su
propia firma. Abrieron una oficina pero el arriendo les salía carísimo, así que
decidieron unir esfuerzos, me llamaron a mí y a una excompañera de la
universidad. Ahora trabajamos los cuatro y nos dividimos los gastos, sale mucho
más barato”. Allí, de 1 a 5 p.m. atiende a sus clientes. Luego, a las 6 de la
tarde, parte hacia el centro de la ciudad a dictar clases de Filosofía del Derecho
en una universidad. Su jornada termina a las 10 de la noche, cuando regresa a
su casa en el sur de Bogotá.
Luis Eduardo podría considerarse, según
los parámetros del DANE, “un profesional independiente”, pero ni él mismo se
considera como tal. “Sí, soy abogado y filósofo, y amo ambas profesiones, pero
el ejercicio del derecho no me alcanza para cubrir mis gastos y los de mi
familia, además, estoy ahorrando para ir a estudiar en otro lado, afuera, a ver
si la cosa funciona cuando vuelva, o me quedo allá. El trabajo en la droguería
y las clases son dos entradas extras, fundamentales para mí. Si dejara de
trabajar en alguna me colgaría con las cuentas. Soy consciente de eso, por eso
no me da pena decir que rebusco. Es mi realidad”.
Colombia
¿la sociedad del rebusque?
Para Beethoven Herrera Valencia, analista
del Centro de Investigaciones para el Desarrollo (CID) de la Universidad
Nacional de Colombia, el rebusque “no es sólo un fenómeno socioeconómico, es un
fenómeno que ha transformado nuestra cultura en aspectos que aún no están muy
claros, pero que muy seguramente nos determinan como grupo social”. El
rebusque, afirma este investigador, “no tiene clases sociales. Tanto el
vendedor ambulante que se para en la carrera 7ª, como el político que contrata
a un empleado para que éste le ‘pase’ la mitad de su sueldo, son rebusques. Pues
está comprobado que, así se cuente con suficientes recursos económicos para
subsistir, la gente hace negocios para aumentar su capacidad económica”.
Si se considerara al rebusque un
problema, la solución a éste, afirma Pilar Mendoza, “sería la consolidación de
un Estado Social de Derecho justo que genere las condiciones de seguridad
laboral y estabilidad económica necesarias para que el ciudadano pueda sentirse
tranquilo”. Pues es el “estado de incertidumbre” el que lo lleva a la necesidad
de rebuscarse”.
En Colombia, el rebusque puede tomar unos
rumbos muy interesantes en la medida que el Estado se fortalezca y deje de
soslayar el hecho de que los rebuscadores existen y de que tienen un potencial
que está aún por explotar en el sector formal. Una señal en este sentido es la
reciente política de contratación implementada por el Ministerio del Trabajo, que
está volviendo a contratar empleados de planta y no por medio de empresas
temporales, cooperativas o contratos por prestación de servicios, este es un
primer paso que, de entrada, podría considerarse un cambio en las políticas de
empleo, además, resulta halagüeño que sea el Gobierno quien dé el ejemplo.
Amanecerá y veremos...
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